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XXI Domingo del Tiempo Ordinario

Ciclo A

Homilía del 27 de Agosto del 2023


Isaías 22, 19-23; Salmo 137; Romanos 11, 33-36; Mateo 16, 13-20.



“Y ustedes, ¿Quién dicen que soy yo?”


En esta sociedad moderna tenemos a nuestro alcance un sinfín de información de distintas confesiones religiosas; también, muchas invitaciones para sumergirnos en el ambiente del ocultismo, espiritísmo o diferentes formas de “espiritualidad” (pseudoespiritualidad). Muchas de estas tradiciones religiosas o “espiritualidades” tienen una cierta interpretación de qué es la verdad o de quién es Jesús, por otro lado, en el mundo occidental uno de los personajes de los que más se ha hablado es de Jesús. Por ejemplo, si nos metemos en el mundo de la literatura, la ficción, el cine, el teatro, etc., nos podremos dar cuenta de que se ha dicho mucho acerca de Jesús.


Si a este sin número de acercamientos a la persona de Jesús, le aumentamos el estilo de vida moderno, marcado por la prisa, la distracción y la entronización de un mundo virtual que nos aleja cada vez más de lo humano, del Otro, es difícil para cada uno de nosotros decir quién es Dios, quién es Jesús; o simplemente, nos adherimos a las posturas existentes en torno a los acercamientos a la persona del Cristo; también podemos caer en la indiferencia del Otro y, ante sus circunstancias decimos <<No tengo tiempo>> <<Tengo mucho que hacer>> <<Tengo prisa>> son palabras que ya utilizamos casi inconscientemente, pero que nos muestran que, valga la redundancia, <<vivimos en un tiempo sin tiempo>>. ¿Quién es Jesús para mí? ¿Cómo reconocer a Dios en medio de este ambiente tan ambiguo e indiferente?


El evangelio de este domingo XXI del tiempo ordinario nos traslada a un evento sumamente importante desarrollado en Cesarea de Filipo. Esta ciudad en tiempos de Jesús era una ciudad romana que se encuentra al norte del Mar de Galilea; era la capital entronizada por el tetrarca (hijo de Herodes el Grande) Filipo. Predominaba el culto y reconocimiento a diversos dioses. En medio de este contexto, Jesús lanza la pregunta: “¿Quién dice la gente que es el hijo del Hombre[1]?”. Complicado responder a Jesús; una persona de ese lugar difícilmente identificaría a Jesús en medio del culto a tantos dioses; o en medio de distintas confesiones religiosas; en medio de otras “espiritualidades”.


Sus seguidores le respondieron diciéndole la forma en que hablaba mucha gente de él, “Unos dicen que eres Juan el Bautista, otros, que Elías, otros, que Jeremías o alguno de los profetas”. Las personas que más o menos se habían acercado a Jesús podían tener la impresión de que era algún profeta o líder religioso dentro del judaísmo. Lo anterior es muy normal, ya Aristóteles nos hablaba de nuestro razonamiento por analogía que nos lleva a un conocimiento intermedio, un conocimiento análogo. Actualmente en este sin número de información que tenemos, podemos también, ya con muchos recursos, decir o dar elementos acerca de quién es Jesús, pero quedarnos en un punto intermedio.


Con lo dicho anteriormente, podemos responder como lo hicieron algunos seguidores de su tiempo, análogamente. El problema viene cuando Jesús lanza nuevamente la pregunta: “Y ustedes ¿Quién dicen que soy yo?”. Esta pegunta no supone un acercamiento teórico, tampoco lo que podamos descubrir en recursos históricos o literarios; mucho menos la información de alguna página web de internet; tampoco la bella descripción que hace mi abuela o mi madre acerca de Dios, todo esto queda en el campo de lo análogo.


La pregunta anterior nos lleva inmediatamente a una confrontación seria, en primera instancia tendríamos que respondernos si hemos conocido ya a Jesús, o solo hemos analogado su persona a través de lo que hemos escuchado. Para responder pues quién es Jesús para mí tendría que superar la analogía, ir más allá, seguirlo de cerca, sentirlo como un amigo; reconocerlo no por lo que pueda identificar parecido a él, sino porque verdaderamente me he dejado encontrar por él, porque he vivido un encuentro personal con él. Así le sucedió a Pedro, este apóstol que logró ir más allá y decirle: “Tú eres el Mesías, el hijo de Dios vivo.”


Esta confesión que se nos presenta el día de hoy del apóstol Pedro no fue un haz bajo la manga, no fue una respuesta inmediata, tampoco fue producto de una analogía o intuición. El reconocer a Jesús como Dios le ha implicado un seguimiento de cerca, en ocasiones confusión por no entender a Dios, a veces esfuerzo por sacrificar tiempo y permanecer con él, en ocasiones cansancio porque no sabe porque le suceden ciertas cosas. Pero el permanecer le permite también comprender, le permite reflexionar e involucrar a Dios en su vida, el dejar de lado lo que los demás dicen y vivir una experiencia propia.


Cuando nosotros decimos que conocemos a una persona es porque pasamos tiempo con ella, cómo hablar de Jesús sino paso tiempo con él. Reconocer al Mesías es dejar que el cambie mi realidad como cambió la de Pedro, y esto es un proceso que lleva tiempo, no conocemos a alguien de la noche a la mañana, en esta sociedad de prisa y distracción es complejo permanecer con Jesús, pero cuando permanecemos nos damos cuenta de la experiencia del salmista y decimos Señor, tu amor perdura eternamente. Logramos reconocer las gracias que Dios ha hecho en nuestra vida y, por si fuera poco, a su vez, el Señor nos reconoce, como lo hizo con Pedro al decirle “[..] tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.


Es importante que, partiendo de la experiencia de Pedro, veamos como él permanece con Jesús y, Jesús mismo se le revela y le muestra su gran misión. No podemos dejar de lado la encomienda de Pedro de liderar una Iglesia. “Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”. Esto nos muestra cómo la comunidad cristiana, en sus inicios, encontró en Pedro esa fuerza de Dios para hacer vida su Reino; y aquí podemos decir que la Iglesia no se funda sobre la doctrina sino sobre la fe de Pedro, esa fe que fue capaz de permanecer con el Señor y extender su Reino como gran misionero, buscando la unión de los cristianos y el bienestar de los que más sufrían.





Esto es algo muy bello, pues nos deja entre ver que cuando reconocemos a Dios, él a su vez, nos reconoce a nosotros y nos lleva a descubrir la encomienda que nos tiene, Dios nos reconoce como Otro, no le somos indiferentes, nos llama a colaborar con Pedro en su Iglesia, nos llama a la misión para que vayamos a reconocer a los Otros y vayamos a dignificarlos de parte de Dios; Dios está ahí en el Otro, esperando que lo reconozcamos. Dejemos que el Señor se fije en nosotros, acerquémonos a él, reconocer al Señor implica un doble reconocimiento, es decir, encontrarlo significa que el me encuentra a mí para ir a proclamarlo. Esto mismo le sucede al personaje Eleacín de la primera lectura, este personaje se convirtió en “[…] un trono de gloria para la casa de su Padre”. Reconozcamos al Señor, y dejemos que haga maravillas a través de nosotros. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.



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[1] El redactor sagrado no utiliza aquí la palabra Cristo para que no se confundieran los propósitos de Jesús en un tópico de carácter político militar. Cfr. Comentario Bíblico de San Jerónimo.

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